Reacción tardía: Parte 1

La playa estaba vacía. Los únicos seres vivos allí eramos la balnembul y yo. Ella me miraba de lado y yo veía cómo su ojo izquierdo me contemplaba anhelante desde hacía un largo rato. Por encima del ruido de las olas me llegaba su voz cantante, alentándome a ir con ella mientras se dejaba acariciar por la espuma.

La roca a mi espalda estaba tibia y la arena suave y acogedora abrazaba mis piernas. Mi atención se apartó por un momento de la criatura y observé mis miembros raquíticos, semienterrados entre los sedimentos. Por debajo de mi pelaje adivinaba el contorno de los huesos. No tenía intenciones de levantarme.

Al bajar más la vista vi a Mauli en mi pecho. Mi bebé, mi abobo, el que debía ser el último de nuestra estirpe y ya llevaba muerto desde hacía horas prendido a mi pezón izquierdo. Hasta el final se había aferrado a la vida con todo su pequeño ser, con todo su "sercito" como yo decía cuando eran abobos. La angustia me impedía apartarlo de mi lado. Mi teta estaba seca y dura y no había podido derramarle la suficiente esencia de la vida. Sólo angustia y tristeza habían salido de esa ubre flaca para que mamara mi bebé. Sus pequeños labios tocando mi piel eran nuestra última conexión con la vida. Supe que nada más lo quitara de allí, yo también moriría.

El suave viento marino cosquilleaba en mis antebrazos y mecía mis otora suaves vellos rubios, esos que habían sido envidiados por las mujeres de mi raza y admirados por los hombres de todas las aldeas, remarcando mi alguna vez apetecible silueta. Ya hacía mucho que mi pelaje estaba opaco, quebradizo y sucio aunque yo aún era muy joven. Pero igual me estaba muriendo. La historia de mi muerte es también la historia del final de mi pueblo. El pueblo de los jovins. Aunque no siempre supimos que nos llamábamos así. Antes, simplemente éramos el pueblo de los hombres. Y por eso quiero dejar este testimonio etéreo sobre quienes fuimos alguna vez. Para que las criaturas que vendrán sepan que una vez existimos y peleamos por nuestra supervivencia en un pedacito de mundo. Y que los seres de otros lares, en sus aldeas de piedra, reconozcan y aprendan de nuestros errores. Porque al final, la tragedia de mi pueblo es también una moraleja para el devenir de la historia de los pueblos del mundo. 

Como todo final, el mío se entrelaza con el principio y por ahí quiero empezar recordando: quiero resucitar los comienzos de mi vida, traerlos de vuelta en el final de la misma. Y al pensar en mi infancia se encienden en mí los olores y los sonidos de antaño. La esencia de nana, el crujir de la madera al fuego, el olor de la leña ardiente en las brumas del alba y de mi memoria. Cuando era pequeña, recuerdo que me fascinaba ver a nana cocinar sopa con las ranas que sacábamos de las cortezas de los kendi. La miraba fascinada mientras ella armaba los cuencos tejiendo hojas de banano, al tiempo que calentaba las piedras para hervor en un apacible fuego durante las mañanas. La brisa fresca, el perfume de la madera quemada y el crepitar de las brasas me daban una paz que nunca más he vuelto a experimentar.

Mientras las llamas crujían, nana ponía las ranas vivas en el recipiente tejido  y comenzaba a meter las piedras ardientes una en una en el agua. Nunca antes las piedras que las ranas. Porque si los animalitos eran arrojados vivos al agua hirviendo, estos saltaban y se escapaban desesperados. Mi nana era la kesha de mi tribu, y sabía de todas esas cosas y así me las enseñaba a mí.

Por eso yo trataba de aprenderlo todo de ella. Y sabía que nunca se debían arrojar las ranas vivas al agua hirviendo. En cambio, cuando las ranas se metían en el agua fría, éstas se quedaban muy a gusto y ahí sí que se podían tirar, de a una, las piedras al rojo. El agua entonces siseaba y se iba calentando piedra a piedra. A veces, si una de las ranas era tocada por una de las rocas ardientes, ésta saltaba del cuenco y yo debía correrla para atraparla y volverla a meter. Pero si el agua se calentaba lentamente, de a una piedra a la vez, las ranas no hacían nada. Se quedaban allí. Inmóviles. Hasta que el guiso comenzaba a hervir. Y entonces sí que empezaban a moverse, pero sólo un poco. En esos fugaces espasmos podía intuir su dolor y su deseo de escapar. Pero no lo hacían porque ya no podían: Las ranas no se daban cuenta que el agua se estaba calentando si lo hacíamos de a poco. Y luego era muy tarde, porque cuando el agua está muy caliente, ya las ranas no pueden moverse para salirse de los cuencos tejidos con hojas de banano.

Eso me fascinaba. ¿Cómo no se daban cuenta de su muerte tan obvia? Cuando querían reaccionar, ya no podían, ya el agua hervía a su alrededor y ellas simplemente morían hervidas. Y nosotros las comíamos. Mi nana las condimentaba a la perfección y su sabor era exquisito.

A medida que fui creciendo, los varones de la aldea empezaron a pulular a mi alrededor mientras me ocupaba de mis quehaceres. Venían y tocaban mis partes en desarrollo, al tiempo que se frotaban a sí mismos.

Si el que venía a tocarme era un infante apenas cubierto de pelo finito en su cuerpo, mi vieja nana le daba un bastonazo y lo hacía salir corriendo hasta que  se trepaba a un árbol y me miraba desahuciado. Ahí yo aprovechaba para pavonearme más y hacer las cosas con calma, sabedora de que mi nana podía cuidarme de esos renacuajos por ser ella la kesha de la tribu. Pero si el que se acercaba era un cazador con el cuerpo velludo y musgoso, mi nana simplemente lo dejaba y ambas intentábamos ignorarlo en silencio, ocupadas con nuestras tareas, mientras el otro hacía y disponía de mi cuerpo. Y a veces del de mi nana.

Así se había vivido durante muchas generaciones en el pueblo de los hombres. Nuestros días transcurrían entre la caza, la pesca y la recolección. Nuestra celebración más destacada durante el ciclo solar era la llegada de los balnembuls, que venían a criar a nuestras playas y a demostrar su amor. Ellos tenían una sola pareja toda la vida y los hombres no violaban a sus mujeres. Los balnembuls apenas tenían pelo en su cuerpo y pasaban casi todo el tiempo en el mar. Eran inmensos. Largos como árboles y muchísimo más robustos. Sus patas, aunque enormes, les servían más para nadar que para moverse por tierra. Además, eran muy inteligentes y nos contaban muchas cosas de otras partes del mundo. Aunque su idioma fuese muy diferente al nuestro y no pudieran hablar como nosotros, lo hacían en una especie de canto continuo que mi gente comprendía. Ellos nos entendían y nosotros a ellos. Y aunque nuestras costumbres y nuestras apariencias fuesen tan distintas, existía una profunda amistad y cariño entre ambas razas.

Muchas veces, cuando nuestros jóvenes se hacían hombres y el cuerpo se les llenaba de pelo ralo, los balnembuls se los llevaban en sus espaldas para que conocieran el mundo. La mayoría no regresaba jamás, y los que lo hacían volvían con fantásticas historias de otros lares, donde había naves de madera que surcaban los mares, chozas de piedra que llegaban al cielo y otras razas y pueblos que se hacían llamar también hombres y montaban en inmensas criaturas aladas. Aquellas gentes extrañas tenían una estatura de dos veces y media la nuestra. En esos sitios irreales nos llamaban jovins a nosotros, y llamaban gurkos a quienes llegaron a nuestra isla.

Los primeros rumores vinieron de otras aldeas. Criaturas nunca antes vistas habían aparecido en nuestros bosques. Criaturas que andaban en dos patas, como hombres. Se decía que no tenían casi pelo en sus cuerpos y que el mismo se concentraba en sus cabezas. Decían también, que sus espaldas eran tan anchas como dos troncos de los gruesos y que eran altos como tres cazadores parados uno sobre los hombros del otro. Al parecer había varias decenas de ellos habitando en el este. Cuando los rumores se hicieron grandes y ya eran bullicio, los ancianos de la aldea y mi nana kesha convocaron un gran consejo.

Por aquellas épocas recuerdo que Talkin ya me había reclamado como suya. Aunque recién empezaba a sangrar, yo ya era una de las mujeres más hermosas de las que se tenía memoria en la aldea. Y eso hizo que el aprendiz de primer guerrero se fijara en mí de inmediato. Pese a su corta edad, Talkin ya era un cazador consumado y respetado por todos gracias a su fortaleza y destrezas. Desde muy chica él me había proclamado como suya ante los demás y gracias a eso ninguno de los otros hombres había llegado jamás a penetrarme. Además, habían dejado de pulular como bichos a mí alrededor y no volverían a hacerlo mientras Talkin estuviera interesado en mí. Y yo sabía que él sentía muy fuerte, pues el tambor de su pecho retumbaba con estruendo cuando yo me apoyaba en él. Así que pasarían muchos ciclos solares antes de que el guerrero me dejara.

En el consejo se decidió que una partida de los nuestros iría a ver a estos gurkos de cerca, para así poder decidir sobre el curso de acción que debían tomar las tribus. Por supuesto, Talkin lideraría al grupo de exploradores. Esa noche yo me apreté fuerte contra él mientras escuchaba su latir enloquecido y le dije que quería ir con ellos. Eso era un atrevimiento muy grande por mi parte. Por menos, muchas mujeres recibían palizas de los hombres sin que mediara palabra alguna. Pero los tambores del pecho de Talkin respondían a mis suspiros por aquellos días y yo sabía hacerlos sonar a mi antojo. Era joven pero la sabiduría de mi nana anidaba en mí. Por eso no hubo ninguna paliza y el jefe de exploración simplemente aceptó mi pedido, porque en realidad él no quería separarse ni un momento de mi lado.

Salimos una mañana nublada y nos llevó sólo dos jornadas de marcha hasta toparnos con las primeras criaturas. Fuimos sigilosos y nos dispersamos entre el follaje mientras las veíamos hacer. Largo rato las espiamos desde la espesura. Lo primero que pensé fue que las historias sobre su tamaño no eran exageradas. Eran realmente enormes aquellos gurkos. Solamente sus crías ya nos superaban en altura, y cada uno de los brazos de un adulto era tan grueso como todo mi cuerpo.

Tenían largas cabelleras que cubrían sus cabezas, pero el resto de su cuerpo era lampiño. Su piel olivácea los hacía particularmente horribles, y en sus feas caras la mandíbula inferior se proyectaba prominente hacia adelante, dándoles un aire grotesco. Cuando bostezaban, cuatro enormes colmillos asomaban de sus fauces. Y esto fue el primer signo de alarma en nuestra partida de reconocimiento.

Los miramos durante tres jornadas completas sin que se percataran de nuestra presencia. Mi pueblo era un pueblo de costas, pero también éramos un pueblo de selva. Habitábamos nuestra isla desde tiempos inmemoriales y nadie la conocía como nosotros. En la espesura cubríamos nuestro pelaje con musgos y nos volvíamos uno con los árboles y la hojarasca. Y desde nuestros refugios selváticos mirábamos hacer a esos gurkos.

La primera noche nos juntamos y los exploradores hablaron con recelo sobre la intimidante dentadura de las criaturas. Bestias con colmillos así eran, sin lugar a dudas, devoradores de carne. Sin embargo, a pesar de sus filosas piezas dentales, en los días siguientes nunca los vimos comer carne o cazar. Aunque sí vimos que sus inmensas mandíbulas podían masticar desde los frutos más jugosos hasta las raíces más duras. Los gurkos tragaban con voracidad trozos de malezas que para nosotros eran inmasticables.

Todas las mañanas prendían sus fuegos e iban a la selva a recolectar hierbajos incomibles. Sus chozas estaban hechas con extrañas pieles de animales desconocidos y apenas serían una veintena. Además de acomodar su campamento y comer, el principal entretenimiento de los gurkos era pelear entre ellos. Pero no lo hacían por mujeres, por presas o por rango, sino que parecían hacerlo por diversión. Algo increíble era que sus mujeres eran casi tan grandes como los hombres. ¡Y peleaban junto con estos! Aunque tenían inmensas armas de madera, piedra y metal, nunca las usaban para herirse. 

Sus combates eran juegos, pero eran tan bestiales que cuando yo los veía acostada boca abajo, cubierta de barro y hojas, podía sentir en mi vientre las vibraciones del suelo ocasionadas por los embates de aquellos gigantes. Y así también debió sentirlas Mousa dentro de mí durante aquellas guardias, pues comenzó a moverse al ritmo de los combates-juegos de los gurkos. Mousa quien sería mi primogénita.

Así como nuestro pueblo era amigo de los balnembuls, este pueblo tenía sus propios amigos y los llamaban guargos. Al igual que nuestros hermanos acuáticos, los guargos andaban a cuatro patas. Pero aquí acababa todo el parecido entre aquellas razas. Mientras que los balnembuls eran inmensos y majestuosos, los compañeros de los gurkos apenas llegaban a la cintura de uno de los nuestros y se movían de forma torpe y poco grácil, como si fueran bebés. Se la pasaban todo el día correteando entre las colosales piernas de los gurkos, quienes a veces los pisaban o pateaban por accidente. Además eran auténticas bolas de pelo: toda su piel se cubría de oscuros pelajes que eran mucho más copiosos que los de nuestros mayores cazadores. Aplastada contra el humus y camuflada por el follaje recuerdo haber pensado que seguramente fueran tiernos y deliciosos aquellos pequeños guargos. Supongo que el mundo tiene un retorcido sentido del humor, pues eso mismo pensarían los guargos sobre nosotros al crecer.